BOUGAINVILLE: indígenas en el Estrecho de Magallanes (1768)

Muchos filósofos, al hablar del estado natural como fundamento del estado social, del Estado mismo, se remiten al pasado, intentando mostrar que el estado natural ha tenido una existencia histórica y no es una mera especulación, un recurso conceptual para justificar una determinada posición filosófica. Para ello, no dudan en poner ejemplos de la vida del hombre en estado primitivo. Locke, Hobbes, Montesquieu e incluso Rousseau usan este tipo de referencias para ilustrar el concepto de estado natural.



Bougainville (1729-1811), explorador francés que dio la vuelta al mundo entre 1766 y 1769, con los buques la Boudeuse y la Estrella, escribió en 1772 un relato de su viaje en el que abundan descripciones etnográficas entre las anotaciones de navegación. Por ejemplo, cruzando el estrecho de Magallanes, a principios de enero de 1768, estando fondeados en el puerto llamado Galante, al suroeste de las islas Carlos y Montmouth (llamadas islas de los Príncipes por los españoles; en realidad, son las islas las que están al suroeste del cabo Galante), narra el encuentro con los indios pecherais (Bougainville, Viaje alrededor del mundo. Madrid, Espasa-Calpe, 1966, parte I, págs. 106-108):





 
Encuentro  y descripción de los pecherais. El 6 por la tarde hubo algunos instantes de calma, y hasta el viento pareció venir del Sudeste, y ya habíamos levado anclas; pero, en el momento de aparejar, el viento volvió a Oeste-Noroeste con ráfagas que nos obligaron a anclar bien pronto. Aquel día tuvimos a bordo la visita de algunos salvajes. Cuatro piraguas habían aparecido por la mañana en la punta del cabo Galante, y después de haberse detenido algún tiempo, tres avanzaron en el fondo de la bahía, en tanto que una bogaba hacia la fragata. Después de haber dudado durante media hora, abordó, al fin, con gritos redoblados de ¡pecherais! Había dentro un hombre, una mujer y dos niños. La mujer quedó en la piragua para guardarla; el hombre subió solo a bordo con bastante confianza y aire muy alegre. Otras dos piraguas siguieron el ejemplo de la primera, y los hombres entraron en la fragata con los niños. Bien pronto estuvieron todos muy a su gusto. Se les hizo contar, bailar, oír instrumentos, y, sobre todo, comer, lo que hicieron con gran apetito. Todo les era bueno: pan, carne salada, sebo; devoraban lo que se les presentaba. Con bastante trabajo nos pudimos desembarazar de estos huéspedes repugnantes e incómodos, y no pudimos determinarles a volver a sus piraguas más que haciendo llevar a su vista pedazos de carne salada. No demostraron ninguna sorpresa ni a la vista de los navíos ni a la de objetos diversos que se ofreció a sus miradas; sin duda para quedar sorprendidos con obras de las artes, hay que tener algunas ideas elementales. Estos hombres en bruto trataban las obras maestras de la industria humana como tratan las leyes de la naturaleza y sus fenómenos. Durante los varios días que esta banda pasó en puerto Galante, la vimos frecuentemente a bordo y en tierra.


Estos salvajes son bajos, feos, delgados y despiden un hedor insoportable. Van casi desnudos, y no tienen por vestido más que malas pieles de lobos marinos o focas demasiado pequeñas para envolverles; pieles que sirven igualmente de techos a sus cabañas y de velas a sus piraguas. Tienen algunas pieles de guanaco, pero en pequeña cantidad. Sus mujeres son horribles y los hombres parecen tener por ellas poco respeto. Ellas son las que bogan en las piraguas y cuidad de sostenerlas, hasta el punto de ir a nada, a pesar del frío, a vaciar el agua que puede entrar en las algas que sirven de puerto a estas piraguas, bastante lejos de la orilla; en tierra recogen la leña y las conchas, sin que los hombres tomen parte alguna en el trabajo. Hasta las mujeres que están criando no se hallan exentas de esta servidumbre. Llevan a la espalda los niños envueltos en la piel que les sirve de vestido. Sus piraguas son de cortezas de árbol, mal enlazadas, con juncos y musgo en las junturas. Tienen en medio un pequeño hogar de arena, donde mantienen siempre un poco de fuego. Sus armas son arcos hechos, así como las flechas, con madera de un arlo [ristra] de hoja de acebo, que es común en el estrecho; la cuerda es de tripa y las flechas están armadas de puntas de piedra, talladas con bastante arte, pero estas armas son más bien contra la caza que contra enemigos: son tan débiles como los brazos destinados a servirse de ellas. Les hemos visto, además, huesos de peces largos de un pie, aguzados por un extremo y dentados o barbados en uno de los lados. ¿Es un puñal? Creo más bien que sea un instrumento de pesca. Lo adaptan a una larga pértiga y se sirven de ella a la manera de arpón. Estos salvajes habitan mezclados hombres, mujeres y niños en las cabañas, en medio de las cuales está encendido el fuego. Se sustentan principalmente de moluscos; sin embargo, tienen perros y lazos hechos con barbas de ballena. He observado que tenían todos los dientes dañados, y creo que se debe atribuir la causa a que comen las conchas quemando, aunque medio crudas.

Por lo demás, parecen bastante buenas gentes, pero son tan débiles, que se duda si se les habrá dejado satisfechos. Hemos creído notar que son supersticiosos y creen en genios maléficos; también, entre ellos, los hombres que conjugan su influencia son al mismo tiempo médicos y sacerdotes. De todos los salvajes que he visto en mi vida, los pecherais son los que van más desnudos; están exactamente en lo que se podría llamar estado de naturaleza; en verdad, si hubiese que compadecer la suerte de un hombre libre y dueño de sí mismo, sin deberes y sin cuidados, contento de lo que tiene porque no conoce nada mejor, me compadecería de estos hombres que, con la privación de lo que hace la vida cómoda, tienen todavía que sufrir la dureza del más espantoso clima del universo. Estos pecherais forman también la sociedad de hombres menos numerosa que yo haya encontrado en todas las partes del mundo; sin embargo, como se verá algo más adelante, se encuentran entre ellos charlatanes. Desde que hay juntos más una familia, y entiendo por familia padre, madre e hijos, los intereses se complican y los individuos quieren dominar, o por la fuerza, o por la impostura. El nombre de familia se convierte entonces en el de sociedad, y aunque estuviese ésta establecida en medio de los bosques y no compuesta más que de primos hermanos, un espíritu atento descubriría en ella el germen de todos los vicios, a los que los hombres reunidos en naciones, civilizándose, han dado nombre, vicios que hacen nacer, mover y caer los mayores imperios. Se sigue del mismo principio que en las dichas sociedades civilizadas nacen virtudes de que los hombres vecinos todavía del estado de naturaleza no son susceptibles.

En esta imagen señalamos los lugares indicados por Bougainville y que hemos localizado en diversos mapas de la zona:





El explorador Bougainville pone su granito de arena en esta cuestión, y lo hace con precisión de etnógrafo, aunque sin poder zafarse de los prejuicios de su época, segunda mitad del siglo XVIII. Esta descripción detallada de Bougainville, que es un magnífico ejemplo de etnografía ilustrada, sigue el modelo que asocia primitivismo con estado natural, es decir, que sitúa el primitivismo en el lindar o la vecindad del estado de naturaleza. No hay estado natural propiamente dicho, porque los hombres tienden a vivir en un espacio común que antes adquiere la forma del clan y luego se extiende a una forma más extensa, más social, con todos sus inconvenientes (como suscribiría Rousseau, a quien sin duda Bougainville ha leído).
 

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