OBITUARIO: Eric Hobsbawm (1917-2012)


Ayer, 1 de octubre de 2012, murió el historiador Eric Hobsbawm, a los 95 años, a causa de una neumonía. 








Le recordamos con varias referencias que hemos encontrado:

En el blog creartehistoria

En El País, selección de textos de José Andrés Rojo:

La pura inercia intervino de manera decisiva en la formación de Eric J. Hobsbawm. Cuando nació, en 1917, el viejo mundo que había reinado hasta entonces se venía abajo con los estertores de la I Guerra Mundial. Aun así, creció empapándose en la gran cultura que procedía de aquella Mitteleuropa en la que habían brillado escritores de la envergadura de Robert Musil, Italo Svevo, Hugo von Hofmannstahl, Hermann Broch o Joseph Roth, entre tantos otros. No había cumplido quince años cuando, en Berlín, se lanzaba a la calle para divulgar panfletos de izquierda que advertían de los peligros que llegaban con el nazismo. No sirvió de mucho: Hitler triunfó y la familia de Hobsbawm salió hacia Inglaterra. Fue allí donde hizo carrera aquel joven que quería dedicarse a la literatura y terminó como historiador. Nunca ocultó sus simpatías por el comunismo, pero cuando se vuelve sobre su obra, por cercano que estuviera del marxismo, su inmensa cultura y su rigurosa capacidad de investigación lo blindan ante cualquier tentación por la simplificación puramente ideológica. Para entender a Hobsbawm hace falta escucharlo. He aquí una selección de fragmentos de una larga entrevista que le hizo a finales de los noventa Antonio Polito y que se publicó en España en el año 2000 con el título de Entrevista sobre el siglo XXI (Crítica). En todo momento se refiere a situaciones concretas, pero si se prescinde de las coordenadas específicas (por ejemplo, la guerra de Kosovo) parece seguir dando pistas para enfrentarse mejor a los conflictos que siguen vivos en la actualidad:

Guerra del futuro. “…determinados individuos o grandes corporaciones poseen [hoy] tanto dinero como los estados mismos. En buena parte gracias a la magnitud que han alcanzado las actividades ilegales, como el tráfico de drogas y el contrabando. […] En las guerras del futuro etas cuestiones serán, en mi opinión, cada vez más importantes. […] Trescientos milicianos bien armados, que no estén controlados directamente por ningún estado o gobierno, pueden incursionar fácilmente en vastas zonas y limpiarlas de ‘enemigos’. […] Cuanto menos estructurados, estatales, son los conflictos armados, más peligrosos son para las poblaciones civiles”.

Limpieza étnica. “Genocidio’ se ha convertido en un término utilizado con exceso y, por tanto, se ha despreciado; algo así como lo que ha sucedido con la palabra ‘fascismo’. El genocidio es un proyecto de eliminación total de una etnia. De algún modo, es una extensión lógica, y extrema, de la limpieza étnica. […] La limpieza étnica es un fenómeno que se manifiesta según varios y diversos niveles de gravedad, y puede ser llevada hasta los extremos del genocidio. Es algo ya de por sí lo bastante horrible, no hay ninguna necesidad de empeorrar su sentido identificándola con el genocidio”.

Mito nacional. “Los mitos nacionales constituyen otro problema es en el que hay que saber distinguir entre lo que llega desde abajo y lo que se impone desde arriba.
Esos mitos no surgen espontáneamente de la existencia real de la gente, son más bien algo que la gente aprende de alguien: de los libros, de los historiadores, de las películas; hoy en día de los que hacen televisión. En general no forman parte de la memoria histórica ni de una tradición viva, excepto en circunstancias especiales, que se dan cuando, lo que un día se convertirá en mito nacional, nace de la religión. Es el caso de los judíos […]”.

Comunismo. “…los regímenes comunistas eran, en cierto sentido y deliberadamente, regímenes elitistas. Aunque sólo fuese por el énfasis que ponían en el papel de guía que debía desempeñar el partido. Su objetivo no era convertir al pueblo, las suyas no eran fes, sino iglesias oficiales. Por esta razón, la mayor parte de los pueblos sometidos a estos regímenes estaban fundamentalmente despolitizados. El comunismo no entró nunca en sus vidas en el sentido en que, por ejemplo, el catolicismo entró en las vidas y en las conciencias de los pueblos de América Latina tras la colonización. El comunismo era algo de lo que se esperaba buenos o malos resultados, pero que en general no fue interiorizado por los pueblos”.

Estados-nación. “…la globalización es un proceso que simplemente no se aplica a la política. Podemos tener una economía globalizada, podemos aspirar a una cultura globalizada, tenemos ciertamente una tecnología globalizada y una sola ciencia global; pero de hecho, políticamente hablando, el mundo sigue siendo pluralista, dividido en estados territoriales. […]
En ese marco hay que preguntarse cuál será el debilitamiento de los estados-nación. ¿Será bueno, será malo? Ya se verá. Pero lo cierto es que no se les puede ignorar, no se puede analizar el mundo como si no existieran o no fuesen importantes. Porque en política es lo único que tenemos. Las posibilidades de que una sola autoridad global desempeñe una función política y militar eficaz son igual a cero”.

Individualismo libertario. “Creo que el individualismo libertario no es una base adecuada para la política del poder. Porque, en el fondo, el individualismo es lo opuesto a una política colectiva. Se puede movilizar a los pueblos en la senda del nacionalismo, del patriotismo o de otras rutas colectivas, pero si se dice al individuo que lo que cuenta es su supremo interés, luego es muy difícil convencerlo de que debe subordinar ese interés, aunque sea solo en parte, a los intereses de los demás”.

Globalización. “Es posible garantizar a todo el mundo que van a tener igual acceso a la Coca-Cola. Pero no es posible que todos tengan el mismo acceso a una entrada para el teatro de ópera de la Scala, de Milán. Porque por la naturaleza misma de este bien, el número de entradas de la Scala es limitado y no se pueden producir más. […]
Por eso creo que el problema de la globalización es la aspiración a garantizar un acceso tendencialmente igualitario para todos los productos de un mundo que es, por su naturaleza, desigual y distinto. Hay una tensión entre dos ‘abstracciones’. Se intenta encontrar un denominador común al que puedan acceder todas las personas para cosas que no son, repito, accesibles naturalmente a todos. Y ese denominador es el dinero, es decir, otra ‘abstracción”.

Los inmigrantes. “En la situación actual, (…) se corre el riesgo de crear una sociedad dual: la primera caracterizada por la ciudadanía plena, dotada de plenos derechos; la segunda, compuesta por extranjeros con características de underclass permanentes. A algunos de ellos se les concederá ciertas formas de ciudadanía, pero a la mayoría se la considerará, en ciertos aspectos, como a una raza inferior, al menos desde el punto de vista de los derechos de ciudadanía. Hoy en día la mitad de los inmigrados que viven en Europa es clandestina, ilegal, y por lo tanto carente de derechos. A corto plazo, las víctimas de esta situación no experimentarán plenamente las consecuencias, porque si eres un emigrado del África negra, aun sin derechos de ciudadanía estás mucho mejor ganándote la vida en Florencia, pongamos por caso, que en tu país de origen. Este proceso crea una sociedad de apartheid”.

(Fragmentos del libro de Eric J. Hobsbawm Entrevista sobre el siglo XXI. Al cuidado de Antonio Polito. Traducción de Gonzalo Pontón. Crítica. Barcelona, 2000. Selección de José Andrés Rojo).



 Y un artículo de Santos Juliá, también en El País:


Decir Hobsbawm, para alguien interesado por la historia que se escribía hace medio siglo, era decir Grupo de historiadores marxistas británicos, una identificación que hoy puede sonar como un oxímoron elevado al cubo, pero que hacia 1950 marcó con su poderoso aliento la mejor, más ambiciosa y más fructífera, dirección de los estudios históricos. Y fue así, porque interesados en los grandes procesos de la historia, nadie en ese grupo sucumbió a la práctica de forzar la realidad para hacerla encajar en la teoría. Los historiadores marxistas británicos fueron, ante todo, herederos del empirical idiom,más que de la ortodoxia de la base y la superestructura; y por serlo, fueron magníficos escritores, gentes que sabían contar una historia.

Al situarse en una tradición de estudios empíricos, Eric Hobsbawm, como Edward Thompson, Christopher Hill o Rodney Hilton, continuaron con sus trabajos la historiografía radical británica, para la que reivindicaban un origen en el mismo Karl Marx, con su estudio de El capital, o de Frederich Engels con La situación de la clase obrera en Inglaterra. De la tradición radical heredó el grupo la mirada desde abajo, con el estudio de las formas de vida, de las costumbres y las creencias, indagando en las vidas, las experiencias, las organizaciones y las luchas de las clases oprimidas. Hobsbawm llamó a todo eso worlds of labour, mundos (significativamente en plural) del trabajo, de los que ofreció algunas piezas memorables, como la dedicada a la aristocracia obrera, que habrían de alimentar fecundos debates historiográficos pero también políticos.

Porque aparte de esa mirada desde abajo, la historiografía del marxismo británica demostró toda su potencia en lo que más adelante la sociología histórica definirá como grandes procesos y enormes estructuras. Una ambición omnicomprensiva que movió a un impresionante esfuerzo de interpretación de los procesos históricos y que ha dejado obras imprescindibles sobre la transición del feudalismo al capitalismo y sobre el desarrollo del mismo capitalismo. Aupado en esos trabajos, Hobsbawm, que lo fagocitaba todo y que de todo podía escribir, acometió la tarea de explicar el proceso histórico de su propio mundo dividiéndolo en tres grandes eras, la de la revolución, la del capitalismo y la del imperio, tres volúmenes que abarcaban lo que luego entendió como “largo siglo XIX”, con su alborada en la Revolución francesa y su ocaso en la Gran Guerra que puso fin a la era del Imperio.

Nacido el mismo año de la revolución rusa, testigo de la conquista del poder por los nazis, incorporado muy joven al partido comunista, para Hobsbawm el proceso histórico iniciado con la revolución francesa o, más allá en el tiempo, con la transición del feudalismo al capitalismo, habría de continuar con la segunda y definitiva revolución, la socialista, comadrona de una nueva era histórica que, según escribía en los años setenta, ya se había abierto con la revolución soviética, senda que antes o después, habría de recorrer toda la humanidad. Eminente historiador pero pésimo profeta, Hobsbawm vivió convencido de que la revolución rusa era el futuro de la humanidad prácticamente hasta la mismísima caída del muro del Berlín, cuando de aquel Grupo de historiadores marxistas británicos solo quedaba el recuerdo.

El recuerdo, y Hobsbawm, que, a diferencia de sus camaradas, no apagó la luz tras la invasión de Hungría por los tanques soviéticos. En realidad, nunca la apagó, porque cuando se decidió a escribir la historia del corto siglo XX, el siglo que comenzaba según sus cuentas con la Gran Guerra y terminaba con el hundimiento del comunismo en la Unión Soviética, su mirada siguió fascinada no por el futuro sino por un pasado que pudo haber sido y no fue, por todo lo que en sus años de juventud soñó como futuro de la humanidad. Romance del comunismo, como tituló Tony Judt una reseña de su Era de los extremos, Hobsbawm nunca quiso reflexionar sobre el hecho, evidente por lo demás, de que el comunismo, desde el poder, había liquidado aquel lenguaje empírico, aquella mirada desde abajo, aquella herencia radical y aquel impulso marxista a los que debió, por partes iguales, su grandeza como historiador.

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