RESEÑA




Reseña mía del libro de Stefan Zweig, El legado de Europa. Barcelona, El Acantilado, 2004.



"No hay nada que esté enteramente en nuestro poder salvo nuestros pensamientos", dice Descartes en su Discurso del método (1637). Éste es, según Zweig, el principal legado de Europa: la idea de la libertad de la conciencia, personal e íntima de cada sujeto, una ciudadela que hay que proteger de los embates de la vida pública y política. Y Zweig lo muestra a través de un tema que se sucede a lo largo de los personajes que pueblan este retrato del espíritu europeo: es el tema de la doble vida del intelectual y el artista, la constatación de que ha de vivir en esa ciudadela espiritual, y que la necesidad de vivir una vida pública no siempre ayuda a desarrollar la tarea espiritual, que es primera, aunque ha de hallar algunos mecanismos para relacionar esos dos mundos tan diferentes.

La importancia del mundo privado es indiscutible como legado de Europa. Es la libertad del espíritu por encima de la libertad política. Ésta depende de numerosos factores, mientras que aquélla sólo depende del sujeto. Es más, se convierte en fundamento de toda libertad política. Ahí tenemos ya dibujado a Sócrates, en una época en que el ser humano se entendía más como ser social que como ser individual. Pero Sócrates da primacía a la libertad de la conciencia individual sobre las costumbres morales colectivas. Y por eso se enfrenta a sus conciudadanos.

Ha de haber una clara delimitación del mundo privado respecto del mundo público para que en éste encaje toda la pluralidad de formas que el mundo privado genera, que la libertad del espíritu adopta. Aristóteles ya da por sentada esta condición: si no hay pluralidad no hay política, sino sólo domótica; que no deben mezclarse lo público y lo privado, que no se gobierna una ciudad como si fuese una casa, ni debe el Estado inmiscuirse en cada casa, ni en cada conciencia, para unificar la vida pública con la privada. Puede que esta interpretación del libro II de la Política de Aristóteles resulte académicamente forzada, pero desemboca directamente en el legado de Europa, y no la podemos obviar.
 

Pero el poder político y la fuerza de lo colectivo tienden a imponerse sobre lo individual, sobre la libertad y la conciencia individuales, mediante un proceso que se denomina eufemísticamente socialización. Entiéndase que la defensa que Zweig hace de la ciudadela espiritual individual no responde a motivaciones antisociales. Ninguno de los modelos biográficos que presenta son tipos así, privados de socialidad, sino todo lo contrario, y por eso algunos de ellos traslucen enormes dificultades para defender su ciudadela espiritual. El más radical de todos, Montaigne, vivió sometido a las normas sociales, no discutía en público los usos admitidos y los deberes que le correspondían, pero sí los cuestionaba en su propia ciudadela espiritual, para tardíamente trasladar su protesta al espacio público, a través de sus famosos Essais, que, por cierto, fueron un éxito editorial.

Así se articula la doble vida del intelectual y el artista: de alguna manera es necesaria la comunicación entre esos dos mundos. El intelectual puro, que no sale de su torre de marfil para mezclarse con el resto de los mortales, acaba fracasando como intelectual. Es necesario proteger la ciudadela de los embates del mundo de la vida, pero el espíritu necesita alimentarse de ese mundo de la vida para no ser una máquina de producir cosas estériles, ya que luego todo desemboca de nuevo en el mundo de la vida.

La peor amenaza para la libertad del espíritu no viene, sin embargo, de los usos sociales, sino de los usos políticos, de la tentación del poder, del ansia de inmortalizar el espíritu al servicio de los intereses políticos inmediatos. Es ahí donde el intelectual y el artista deben desplegar todas sus defensas, toda su capacidad de crítica y de evasión, para que el discurso del poder no invada el discurso intelectual o, peor aún, para que el intelectual o el artista no se sientan atraídos por el discurso del poder. El poder político intenta legitimar los discursos intelectuales mediante estrategias de control, unas veces violentas, como el Índice de Libros Prohibidos, la quema de libros o la censura previa, y en otras ocasiones de forma amable pero no inofensiva: como dice Vaneigem, “el hábito de lo políticamente correcto no tarda en volverse hábito policial.”[1]

El mundo del espíritu ha de resistir tenazmente el embate de estas amenazas, pues tiene como misión cuestionar activamente las realizaciones del poder político, en nombre de la defensa de la libertad individual. Sólo por esta razón no debe el intelectual esconderse en la ciudadela, o al menos no hacerlo permanentemente, porque aunque allí sienta que su libertad espiritual está fuera de peligro, afuera quedan los otros, los que simplemente esperan realizar su libertad en el mundo de la vida. Como dice Zweig, los intelectuales constituyen la línea defensiva que permite ganar tiempo, “ese puesto avanzado y sacrificado, se nos reserva hoy a nosotros, los artistas, los escritores.”[2]




[1] R. Vaneigem, Nada es sagrado, todo se puede decir. Barcelona, Melusina, 2006, pág. 97.
[2] Stefan Zweig, El legado de Europa. Barcelona, El Acantilado, 2004, pág. 281.

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